Martín de Opava
fue un luterano que vivió durante el siglo XVII y que dejó como tributo al conocimiento
humano una obra titulada Chronincon
Pontificum et Imperatum, una historia de los papados más o menos objetiva.
En aquel libro, el bueno de Opava alimentó una leyenda que ya existía en el
imaginario de muchas generaciones desde el medievo, la de Juan el Inglés, un
estudioso que viajó hasta Atenas persiguiendo a su amante estudiantil, donde
además se convirtió en erudito de las artes
liberales, y que llegó a Roma para convertirse en Papa. Sólo le duró algo
más de siete meses; tuvo que dejar el cargo al dar a luz a un niño durante una
procesión que había partido desde la Basílica de San Pedro y que se dirigía a
Letrán. Juan resultó ser Juana, una mujer que haciéndose pasar por hombre
durante toda su vida había conseguido convertirse en Benedicto III para unos,
Juan VIII para otros. La historia de la Santa Sede, desde luego, ha borrado
todas las huellas de aquella mujer, no por engañar a propios y extraños sobre
su condición sexual, ni siquiera por haberse entregado a la carnalidad y
quedarse embarazada de paso, ni siquiera por parir a su hijo en un callejón
(por el que, todavía hoy, ningún Papa ha vuelto a pasar), sino porque una mujer
había sido capaz de igualar lo que sólo conseguían algunos hombres elegidos.
Ya en el siglo
XVIII, el conocido como Siglo de las
Luces, durante la dictadura de Maximilien Robespierre en la Francia de la
Revolución, el Incorruptible firmó el
17 de septiembre de 1793 la denominada Ley
de los Sospechosos. La ley, que pedía la detención de todos los enemigos de
la Revolución, decía en su artículo 2, sección 1 esta lindeza: “Son
considerados sospechosos los que, por sus conductas o por sus relaciones, ya
sea por sus palabras o por sus escritos, han sido partidarios de la tiranía o
el federalismo y enemigos de la libertad”. La ambigüedad extrema del manifiesto
desarrolló una ola de detenciones sistemáticas que normalmente acababan con el
método favorito por aquella época por los compatriotas de Yannick Agnel; la
guillotina. Por supuesto eran otros tiempos, por ejemplo, no había Juegos
Olímpicos, pero algunos pensamientos siguen siendo exactamente los mismos. Sin
tener una prueba irrefutable, e incluso teniéndola, de la sospecha no se salva
nadie, bueno sí, los sinvergüenzas y los ladrones, que lo son sin duda. Ayer,
el señor Santiago Segurola, en una de sus cibercharlas en Marca, dudaba
abiertamente del tiempo empleado por Ye Shiwen en esos estratosféricos últimos
cincuenta metros en su final del 400 estilos.
Después de la
polémica de los bañadores de poliuretano de hace tres y cuatro años que
permitieron a los nadadores y nadadoras pulverizar uno tras otro récords que
parecían imposibles de superar, una adolescente china, nadando con un bañador
igual que el del resto de sus contrincantes, se permite la licencia de hacer el
último largo más rápido que Ryan Lochte, el campeón masculino de la misma
prueba de los mismo Juegos. Es la primera vez en la historia que eso ocurre, y
claro las sospechas surgen, se tuitean, y se expanden como la pólvora en este
nuevo mundo conectado y horizontal. Imágenes de niños chinos, formados casi
militarmente para convertirse en campeones olímpicos, la sospecha, de nuevo,
sobre un país gigantesco inmerso en una dictadura que ofrece una imagen y se le
supone otra, la sospecha sobre un mundo creciente, un gigante que despierta, un
coloso que asusta. Da igual que Colin Moynihan, el presidente de la Asociación
Olímpica Británica publique a viva voz que la chica está limpia, o por mucho
que Arne Ljungqvist, responsable médica del Comité Olímpico Internacional diga
que China es el país que más controles antidoping pasa del mundo, e incluso
haciendo oídos sordos a toda una delegación, la china, indignada ante los
ataques. Desde ahora, Ye Shiwen tendrá que soportar la sombra del dopaje, la
sospecha infundada que viene de periodistas residentes en un país sin medallas
y con escándalos de dopaje cada tres semanas.
El sudafricano
Le Clos le ha arrebatado el oro en los últimos metros del 200 mariposa de ayer
al deportista más grande de toda la historia de los Juegos Olímpicos en una
final palpitante y sobrecogedora, con un sprint final mítico. Michael Phelps se
tuvo que conformar con la plata en esa carrera, que unida al oro conseguido con
el equipo de relevos americano, lo convierten en el deportista con más medallas
olímpicas de toda la historia. Absolutamente mágico, un hito irrepetible, la
superación de un chico de 27 años (como yo, es increíble esta Naturaleza) que
ha conseguido en tres Juegos diferentes la escalofriante suma de 19 medallas
olímpicas. Algo impensable, inimaginable hace algunas décadas, y sin embargo
nadie sospecha del bueno de Phelps, aunque le guste fumar algún pitillo de vez
en cuando, ni tampoco de Le Clos o Lochte, nadadores superlativos capaces de
superar a uno de los humanos físicamente mejor preparados en la historia de
nuestra especie. Son los pertenecientes a ese grupo de elegidos, de
superhombres, donde no tienen hueco, al parecer, supermujeres capaces de cuestionar
la supuesta superioridad de los primeros. Yo no sospecho, espero no estar equivocado.
@juanjetorres